Gestos y objetos. Una resistencia al olvido.

volumen negativo de tus propios pies

Llanto mudo nacido del fulgor de un recuerdo que lucha por quedarse. Sin despedida no hay olvido, decía un tipo del otro continente. La grandeza del flaco que citaba a ese tipo era tan inmensa que, de todos modos, ella sabía que olvidarle era una estupidez.

Ella cargaba con el agujero de su estómago que sólo aparecía en los instantes frágiles. Repitiendo gestos y reproduciendo objetos con formas que ya habían sido vistas y vividas, mostraba la fuerza de una resistencia que parecía brotar de sus mismísimas entrañas. Una resistencia al olvido.

Gesto – Objeto nº 1

Sus delgados dedos sacan las semillas de una calabaza que poco después será cocinada. Envuelve las semillas en un viejo papel de periódico de aquellos que se acumulan en la cocina para… sólo eso, acumularse. Sobre el papel, con cualquier bolígrafo próximo, escribe: Calabaza, Septiembre 2013. Guarda el envoltorio en un cajón junto a muchas otras cosas con las no tiene nada en común.

¿Acaso pueden recordarse las caricias? De veras, ¿lo has intentado?

Objeto – Gesto nº 2

Una pastilla de jabón es agujereada por su zona central para ser atravesada con una cuerdecita que permita colgarla junto a la ducha improvisada de un camping salvaje. Seguir lavándose con una de esas pastillas de jabón intervenidas (aunque ya no estemos en un camping) permite que no olvidemos nunca esos otros modos de vida de los formamos parte aunque estén tan lejos.

Barcelona – Montevideo = 10359.39 km

Objeto – Gesto nº 3

Incorporar las zapatillas de esparto, quiero decir, las alpargatas. Con el paso de los días se vuelven suaves y se transforman en el volumen negativo de tus propios pies. Las cuerdas que se van soltando generan un arrastre simpático y te recuerdan que hay cosas que, después de rotas, siguen funcionando.

Por supuesto, ellos compartían también sus volúmenes negativos.

Objeto – Gesto nº 4

Comer varias paltas (conocidas como aguacates en la península ibérica). Cuando sus carozos (conocidos como huesos) estén bien limpitos, plantarlos en macetas fabricadas con recipientes plásticos de agua de 5 litros y dejarlos crecer en el balcón de una calle de tráfico apabullante y alta contaminación. Si, milagrosamente, algo brota de ellos, esperar a que puedan ser considerados proyectos de árbol. Regalarlos todos a un amigo que necesita sombra junto a la cabaña que construyó con sus propias manos cerca del océano. Cruzar los dedos de vez en cuando para que, con los años, nuestro amigo tenga su milagrosa sombra.

Lo que ella sí que olvida es su propio resoplar al ver las montañas desordenadas de la ropa ajena. Se olvida rápido, a veces. Los ceniceros llenos sobre la vieja mesa de madera de la habitación, justo antes de irse a dormir. El molesto ruidito de la radio encendida sobre la almohada cuando él ya se había dormido y ella se había vuelto a despertar. La forma de lanzar objetos con fuerza, a lo lejos, y ver como siempre terminan chocando contra algo muy cercano.

Prefiere continuar alimentando su resistencia con gestos y objetos. 5, 6, 7, 8, 9. Remangar su camisa en la cocina, despejando sus suaves brazos. Mirarle amasar durante horas (nunca pensó que le gustaría tanto la forma del pan). Oler la levadura fresca mezclada con la harina mientras roza sus manos sucias. Mancharse de blanco. Dejarse acariciar por la harina. Y tomarse un mate. Alguno antes, alguno más después.

Ella parecía ser duramente independiente, por eso mismo, no terminaba de creer el sueño que la estaba invadiendo por completo. Eso que nacía entre ellos era algo que podría tal vez permitirle un aprendizaje de nuevo tipo. Uno de esos acontecimientos que, cuando son lo que tienen que ser, resultan re-vo-lu-cio-na-ria-men-te transformadores: amarse.

Los miles de kilómetros que separaron sus orígenes fueron completamente insignificantes durante largos meses. El modo de vida en paralelo había sido incorporado. Horas consumidas observando los píxeles generados por el rostro del otro, la congelación de su imagen, la desesperante desconexión en la que los minutos se vuelven siglos, la encarnación del fuera de sincro.

Todo había pasado como tiempo vivido, sí. Pero se parecía demasiado a una larga, vieja y muy romántica noche de ronda en el balcón. Balcón ancho y enrejado el de la computadora. Por mucho que acaricies la pantalla nunca llegas a sentir el calor de la otra piel.

La distancia siempre fue la misma pero vino a imponer su presencia con el tiempo. Ella se fue. No soportaba estar demasiado lejos, demasiado sola. Algo ocurría en su lugar de origen. Un desastre, una revuelta, un espacio de posibilidad. Recordó lo mucho que amaba a su manada. Y decidió volver. A veces hay que irse lejos para comprobar que lo que una desea es regresar.

El caso es que él tampoco fue tras ella. Él amaba los pequeños árboles de su país, la tierra plana, los rostros cansados, los perros callejeros, los futuros hijos de sus hermanas, las chacras para irse a vivir y las hierbas que curan. Ella lo comprende pero no deja nunca de jugar alrededor de una idea: él tendría que haber venido a buscarla. Como en los malditos cuentos de princesas. Nunca nos libramos de ellos.

PD: Hace poco ella recibió por fin una de sus maletas enviada desde Montevideo. Se dio cuenta de que adentro no sólo no estaba él, sino que tampoco estaban las palabras nuevas que ella había aprendido. Y por eso las escribe: pollera, gurisa, freezer, butiá, computadora, sobretodo, abrojo, cachila, canilla, requechear, aprontarse, chaucha, curita, fainá, paisito, yuyos, flete y chiquitaje.

Pilar Monsell. Barcelona, entre el 3 de noviembre del 2013 y el 25 de mayo del 2014.

Gracias a María G. por recordarme a menudo el deseo por la escritura.

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