Así, por azar.

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Domingo caluroso. Paso por el mercado de libros de segunda mano de Sant Antoni porque pretendía hacer otra cosa que no pudo ser. Encuentro un libro que no esperaba ni si quiera leer y que sólo me cuesta 1,80. Llego a casa y lo abro, sorprendida al darme cuenta de que tampoco lo había abierto antes de comprarlo. Y entonces, ocurre algo. El libro está dedicado por el autor, a alguien que desconozco y cuyo nombre ni siquiera consigo descifrar.

Esa otra cosa que pretendía hacer era ir a ver la exposición sobre Sebald. Pensaba que los domingos era gratuita, pero se ve que sólo a partir de las 3 pm. Y eran las 11 de la mañana. Sí, había madrugado en domingo y no para ver la exposición sino porque últimamente me despiertan algunas imágenes punzantes relacionadas con unos asuntos que no consigo aceptar. Asuntos de esos íntimos, nada que ver con lo que estamos hablando ahora.

El paraíso me persigue. “Paradiso” es el título de la novela sobre la cual versa el libro de crítica literaria que acabo de comprar casi por casualidad. No he leído el paraíso y nunca he estado en él. De hecho, tengo más bien la sensación de estar pasando una estadía en el infierno, ya lo veremos.

Ando leyendo a Robert Walser y me está fascinando su arte de posponer el relato. Me pierdo en sus palabras y en sus personajes y ni si quiera estoy segura de si estoy leyendo o simplemente mirando unas letras junto a las otras para distraerme de mi insistente monólogo interior. Exactamente, ese mismo que me provoca las imágenes punzantes, hirientes. De veras, aunque lo parezca, no es que yo esté evitando hacer frente a esos signos que me persiguen sino que ya comienzan resultarme pesados e inconcluyentes.

Antes de ir a la exposición de Sebald a la que no pude entrar… Bueno, siendo sincera, no entré porque no quise pagar para entrar. Y es que tan sólo quedaban cuatro horas para que fuera gratuita. Cuando la chica de la puerta me pidió la entrada, yo le dije: ¿pero no es gratuita los domingos? Y ella respondió: Sí, pero sólo a partir de las tres. Entonces me dí media vuelta, mientras le decía, muy bajito: ¡Ah! … perdón. Pero,  ¿y porqué le pedí perdón? A veces pedimos «por favor» cuando lo que toca es dar las gracias. Qué ligero puede resultar a veces el uso de las palabras.

«Gratitud» es una de esas palabras que, junto a «honestidad», me acompañan en las últimas semanas, por no decir que me tienen obsesionada. Vago por ahí tratando de definirlas a mi manera, con ejemplos propios. Evidentemente, todos sabemos pronunciar la palabra “gracias” en el momento adecuado. Pero no, decir gracias no es mostrar agradecimiento. Hace falta un gesto, una mueca, una mirada, un guiño, un movimiento… Las palabras, sin cuerpo, se quedan como vacías. Muertas.

Sobre la honestidad… tal vez me debería callar… Pero al fin y al cabo, aquí estoy, callada: callada y escribiendo. Estoy enfurecida. Enfurecida y callada. Enfurecida, callada y escribiendo. Al final, siempre escribo para ajustar cuentas. El sonido de mi teclado me produce cierto placer. Esa velocidad que alcanzan mis dedos al rozar las teclas y desplazarse, entre unas y otras, con premura, como oponiéndose con su baile a la misma pesadumbre de la rabia que hacen salir.

Ser honesto no es decir todo lo que te pasa por la cabeza como si estuvieras solo. Sola estoy yo ahora: sola y escribiendo. A veces me encuentro con que algunas personas me lo quieren contar todo como si yo fuera el cura del confesionario. Y lo único que me gusta del confesionario es la celosía. No lo niego, hay algo hermoso en la confianza y la intimidad de una confesión, cierto. Pero es que una se queda colgada con los dolores de los otros, que se suman a los de una misma, los históricos y los nuevos. Tenemos una capacidad infinita para cargar con las historias. Tal vez por eso me pusieron ese nombre tan contundente: Pilar. Menuda condena. Me voy a fugar.

Antes de intentar entrar a la exposición de Sebald también tuve otro percance. Porque no sólo llegué antes de la hora necesaria para que la exposición fuera gratuita sino que además llegué una hora antes de que abrieran. Mañana de domingo del destiempo. Supongo que mis ganas de ser absorbida por alguna cosa que me pase, por algunas nuevas imágenes que me invadan, por algo que me haga quemar el tiempo para evitar la tortura de ese discurso que me anda persiguiendo, todas esas cosas a la vez me empujaron hasta allí justo una hora antes de que tuviera sentido estar allí.

Tuve la suerte de encontrar a los amigos de una amiga en la puerta, en un pequeño mercado de segunda mano. Ésta vez no era un mercado de libros. Tuve la suerte de que me ofrecieran quedarme con ellos para tomar un café y poder pasar así esa hora que, supuestamente, yo tenía que esperar hasta poder ir a encontrarme con Sebald. Y gracias a ellos, el tiempo pasó veloz y soleado. Hablamos de esa otra amiga que no estaba y que se encuentra en un momento complicado por tener que enfrentarse a un enorme dilema: irse o quedarse. Pero bueno, ella no estaba, así que vamos a dejar a cada cual ocupándose de sus cosas.

Son las tres de la tarde, es domingo 3 de mayo y estamos a treinta y tres grados. Hay como un calor precipitado, más propio de lo que debería ocurrir dentro de un mes o incluso dos. Creo que ha llegado la hora de ir a esa exposición gratuita. O tal vez, el momento de no hacer nada. Siempre puedo quedarme en casa leyendo ese libro que hoy me ha encontrado a mí, así, por azar.

Pilar Monsell. Barcelona, domingo 3 de mayo 2015.

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